miércoles, 18 de noviembre de 2009

Los niños

Hay días en que no puedo escribir. Generalmente se debe a que algún suceso ha sacudido fuertemente mi equilibrio, y debo digerirlo, lentamente, con angustia y distanciarme lo suficiente para que mis neuronas, corazón y estómago vuelvan a recuperar su espacio. Y es que cuando esto sucede soy excesivamente empática y acabo convirtiendo un problema de alguien querido, en el mío propio y lo vivo, por unas horas, con una obsesión irracional. Cuando son varias las malas noticias, ni les cuento…

Esto me ha pasado estos días, y como la gota que colma el vaso, procuraré deslizarme suavemente por estas líneas, para compartir el fruto que ha dejado a su paso.

Amamos a nuestros hijos. Procuramos para ellos un entorno seguro. Buscamos el colegio, seleccionamos inevitablemente sus amigos, controlamos aquellos lugares a los que acuden con frecuencia, y les anunciamos constantemente los peligros de ese mundo exterior que ellos, como nosotros cuando éramos jóvenes, siempre infravaloran. Con nuestro apoyo constante conseguimos que se sientan fuertes en sus convicciones, en sus juicios, en sus relaciones. Pero crecen y no podemos evitar que su incorporación al mundo laboral, universitario o simplemente al ocio, les ponga en contacto con realidades diferentes. En ocasiones serán enriquecedoras, pero en otras conocerán la violencia que a diario salpica nuestra sociedad. Nuestras calles están llenas de jóvenes incontrolados, que bajo la excusa del alcohol, las drogas o simplemente para reafirmar su propia autoridad ante la “tribu”, encuentran en la violencia, en la desobediencia a las normas, en la alteración del orden público, su razón de ser. Son inmunes a las leyes, que les protegen como si se trataran de una especie en vías de extinción, y se han multiplicado exponencialmente. Los vemos a diario en altercados por cualquier nimiedad: en discotecas, campos de futbol, calles y plazas. No importa si el adversario es joven, adulto o si se trata de la “autoridad competente”, no importa quién tiene o no razón o argumentos, como una jauría reclaman su derecho inalienable al salvajismo más primitivo.

Gracias a Dios son pocos, aunque hagan mucho ruido, pero están en todas partes, y debemos enseñar a nuestros hijos a evitarlos y a defenderse. Y esto resulta extremadamente doloroso cuando los has educado en un entorno civilizado, les has dado unas normas, que simplemente no son tenidas en cuenta por otros, a decirles que son frágiles, que una buena retirada no siempre es deshonrosa.

Después, si acuden a denunciar verán que al cabo de un tiempo se archiva el caso, porque no tuvieron la precaución de tomar una foto o pedirle el DNI al chaval que les estaba pegando o robando.

Amamos a nuestros hijos. Y como por ósmosis les transmitimos nuestra visión de las cosas. La preocupación por los problemas de las personas que nos rodean, y ese instinto de ayudar, aunque sólo sea distrayéndolos un rato para mermar su angustia. Hay días en que mis hijos me comentan que se quedan a dormir en casa de “fulanito” porque hay “mal rollo”, en ocasiones esta es la excusa para que ese amigo venga a dormir a casa. Y con relativa frecuencia el “mal rollo” acaba en separación y se hace evidente en casa en largas charlas telefónicas o salidas o llegadas a horas intempestivas. No les puedo impedir que hagan lo que yo haría. Me siento orgullosa de ellos y espero que valoren lo que tienen. Pero eso, no me impide reflexionar sobre las carencias emocionales que, sobre todo en los entornos del momento de una separación, sufren estos niños. La vergüenza que les da hablar de ello, si no es con un íntimo. El amparo que les dan los amigos, y que buscan, sin darse cuenta en sus familias. Sienten que por un tiempo la casa y la familia de su amigo forman parte de su hogar. Después, poco a poco se van adaptando a la nueva situación.

Los padres, por su parte, no lo pasan mejor. Probablemente el que toma la decisión final siente alivio al ver que su presente empieza, desde ese momento, a ser pasado, pero el otro vive como su mundo, bueno o malo, se desmorona bajo sus pies. Por muy civilizados o educados que sean, saltan entonces todos los rencores, las impotencias, y dichas en voz alta son difíciles de perdonar. Empieza una batalla, generalmente disimulada, pero en la que los hijos, inevitablemente son convidados de piedra. Sueñan con que “todo se arregle” y ya. Y eso, en la mayoría de los casos suele ser imposible, e incomprensible para ellos. Sabían que las cosas no iban bien, pero para protegerles, para impedir que entren en el conflicto, se les dan razones o argumentos generales, afirmando siempre que para ellos nada va a cambiar, que sus padres, los dos, los quieren. Pero lo cierto es que todo cambia.

Amamos a nuestros hijos y también amamos a esos niños que no hemos engendrado, pero que encuentran en tu casa calidez, paz y cariño; que te miran y se sorprenden de que tus hijos hablen contigo y que sepas sus nombres. Y te lo agradecen siempre, sin palabras, a veces con una rosa.

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